Jesús al subir al cielo les dijo que esperaran la venida del Paráclito, el que les había de revelar tantas cosas y que los haría valientes e intrépidos ante las dificultades que iban a encontrar para anunciar la Buena Noticia.
La compañía de la Madre de Jesús en aquellos momentos era de primordial importancia, ella que supo esperar con una fe inquebrantable los mantenía fieles y unidos en la espera.
En el cenáculo encontramos los inicios de la Iglesia, una Iglesia que ora unida a la Madre del Señor, el Espíritu se da en Iglesia y en ella. Los hechos de los Apóstoles nos narran que “un viento impetuoso resonó en toda la casa donde se encontraban y unas lenguas como de fuego se posaron encima de cada uno de los asistentes llenándose del Espíritu Santo”. Lenguas de fuego símbolo del amor. Y este amor que empuja a los Apóstoles a predicar primero a los que se encuentran en Jerusalén y luego se dispersan para proclamar el Evangelio a los paganos.
San Pablo en su primera carta a los Corintios nos dice: “Nadie puede confesar que Jesús es Señor, sino es bajo la acción del Espíritu santo”. Así pues cuando recitamos el Credo es el Espíritu que nos hace confesar que creemos en él: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Símbolo de Nicea 325).
“El Espíritu Santo que es el amor eterno que se tienen el Padre y el Hijo, nos introduce en la vida de Dios y nos abre a la entrega del prójimo”
(David Amado)
Texto: Hna. María Nuria Gaza.
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