En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.»
COMENTARIO:
El ser humano vive buscando descubrir el sentido de la vida y de todo cuanto existe, sin que pueda encontrar una respuesta completa si no es en Dios. Y Cristo nos revela que Dios es comunidad de amor que se da eternamente en una experiencia total y definitiva de comunión. Pero su revelación es también una propuesta desafiante:
Dios es diálogo permanente y sólo así podemos comprenderlo: conversando con la vida, experimentando el amor. Estableciendo un diálogo de amor, descubrimos al Dios del amor, y todo lo que no exprese unión y comunión es una desfiguración de ese amor.
Con mucha frecuencia los cristianos repetimos el gesto de santiguarnos: al levantarnos, al salir de casa, entrando en la Iglesia. Muchos lo hacen al pasar ante un cruceiro, una capilla o múltiples y diferentes de ocasiones, que surgen a lo largo del día. He visto a madres que signan la frente de sus hijos cuando los acuestan en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Unas palabras que, con mayor o menor reverencia, decimos, sin plantearnos que hay detrás de esa expresión. Decimos lo que sabemos, aunque no sepamos, ni entendamos, lo que decimos. A veces nos perdemos hablando del niño de San Agustín con su pocillo sacando agua del mar; navegamos por lo inconcreto hablando de triángulos, de las tres ramas de un único árbol, y hablamos, hablamos y hablamos...
Sin embargo, cuando pensamos en el misterio de la Santísima Trinidad, solemos perdernos.
Intentamos entender con nuestros razonamientos lo que nos supera y terminamos nadando en un mar de dudas. El nombre –los nombres–, de la Santísima Trinidad es algo que “usamos”, pero que no entendemos, y que mucho menos podemos explicar.
Es el poder sentir al Dios único como familia, como Trinidad, es una obra de fe, nada más que de fe, y es absolutamente imposible desde la racionalidad. La razón solo funciona con objetos que puede medir, pesar y comprender y Dios no puede ser descendido a la categoría de objeto comprensible y, consecuentemente limitado: Dios queda fuera de las posibilidades de la razón.
Desde la fe sí podemos ver y entender, mejor aún, sentir a Dios que se nos presenta como PADRE que crea y cuida, como HIJO que se hace próximo a nosotros y como ESPÍRITU SANTO que nos ilumina, acompaña y salva.
Hablamos mucho de la fraternidad universal, pero no podremos acercarnos a ella si no es aceptando gozosos el hecho de ser hijos de un mismo Padre; hermanos redimidos por un mismo Hijo; comunidad familiar guiada por el Espíritu Santo hacia un bien común: el regreso al paraíso; la salvación. Aceptado este principio y viviendo en él, la paz, la justicia y el bien llegarán solos: no habrá que buscarlos o luchar por ellos.
Dejate guiar por la fe, y vive la alegría de ser hija o hijo de un Dios único y comunitario, inabarcable y cercano, íntimo y compartido, interior y trascendente, SANTO y SANTIFICADOR.
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