1 Corintios 1,10

"Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio."
1 Corintios 1,10

La súplica a Dios

El texto 1 Sam 1 muestra que el pueblo de Israel necesita volverse al Señor, salir de su esterilidad traducida en decadencia social, política y religiosa para hacerse de nuevo fecundo, acogiendo el proyecto de vida que Dios tiene para él. Vamos a mirar atentamente a Ana, esposa preferida de Elcaná; también fijar la atención en él, hombre justo, piadoso, cumplidor de las prescripciones de la Ley. Contemplarla permite entrar en un modelo de suplicación, que luego se transformará en alabanza y acción de gracias. 
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Como introducción al texto mencionado de 1 Sam 1 y previo al análisis breve, propongo un texto de Moisés de León (1250-1305), gran místico judío, que ofrece un bello texto que puede iluminar esta reflexión: 
La Torah sabe que quien tiene un corazón sabio frecuenta su casa. ¿Y qué hace? Desde dentro del palacio le muestra su rostro y su belleza, pero en seguida vuelve a su aposento y se esconde de nuevo. Sólo él la ve, y su corazón, su alma y todo su ser se sienten seducidos por ella. Así pues, la Torah se revela y esconde a la vez y está ebria de amor por el amado mientras suscita amor dentro de él. Ven y mira, esta es la senda de la Tora. 
[Zohar, Libro del Esplendor] 

1 Samuel 
Elcaná subía de año en año desde su ciudad para adorar y ofrecer sacrificios a Yahveh Sebaot en Silo. El día en que Elcaná sacrificaba, daba sendas porciones a su mujer Peniná y a cada uno de sus hijos e hijas, pero a Ana le daba solamente una porción, pues aunque era su preferida, Yahveh había cerrado su seno. Su rival la zahería y vejaba de continuo, porque Yahveh la había hecho estéril. Así sucedía año tras año; Ana lloraba de continuo y no quería comer. Elcaná su marido le decía: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy para ti mejor que diez hijos?» Pero después que hubieron comido en la habitación, se levantó Ana y se puso ante Yahveh. Estaba ella llena de amargura y oró a Yahveh llorando sin consuelo, e hizo este voto: «¡Oh Yahveh Sebaot! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a Yahveh por todos los días de su vida y la navaja no tocará su cabeza». Como ella prolongase su oración ante Yahveh mientras rezaba y rezaba al Señor, el sacerdote Elí observaba sus labios. Y como Ana oraba en silencio, y no se oía su voz aunque movía los labios, Elí la creyó borracha y le dijo: «¿Hasta cuándo va a durar tu embriaguez?» Ana le respondió: «No, señor; soy una mujer acongojada; que desahogo mi alma ante Yahveh». Elí le respondió: «Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido». Ella dijo: «Que tu sierva halle gracia a tus ojos». Se fue la mujer por su camino, comió y no pareció ya la misma. Se levantaron de mañana y, después de haberse postrado ante Yahveh, regresaron, volviendo a su casa, en Ramá. Elcaná se unió a su mujer Ana y Yahveh se acordó de ella. Concibió Ana y llegado el tiempo dio a luz un niño a quien llamó Samuel, «porque, dijo, se lo he pedido a Yahveh». Cuando lo hubo destetado, lo subió consigo, llevando además un novillo de tres años, una medida de harina y un odre de vino, e hizo entrar en la casa de Yahveh, en Silo, al niño todavía muy pequeño. Inmolaron el novillo y llevaron el niño a Elí y ella dijo: «Óyeme, señor. Por tu vida, señor, yo soy la mujer que estuvo aquí junto a ti, orando a Yahveh». Este niño pedía yo y Yahveh me ha concedido la petición que le hice. Ahora yo se lo cedo a Yahveh por todos los días de su vida; está cedido a Yahveh». Y le dejó allí, a Yahveh
Esta es la escena inaugural de los libros de Samuel. Una mujer despreciada, acongojada, triste, estéril, pide la vida. Ana con su esposo sube cada año en peregrinación al templo de Silo para ofrecer sacrificios. Peregrina con regularidad, peregrina para encontrar al Señor con el pueblo que marcha hacia el santuario. En el templo Ana es huésped de Dios a quien habla. Allí vive momentos esenciales. En Silo tiene lugar el doble encuentro de Ana, que escucha las palabras de amor de su marido: ¿Acaso no valgo para ti más que diez hijos? Y que habla a Yahveh: Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no te olvidas de tu sierva y le das un hijo varón, yo lo entregaré a Yahveh por todos los días de su vida. 

Ana, dolorida y agobiada se rinde por completo a la confianza en Dios. Su corazón se derrama en lágrimas y gemidos silenciosos: Si he estado hablado hasta ahora, ha sido por pura congoja y aflicción. A menudo la aflicción abre a la interiorización y establece relaciones nuevas con los otros, con el Otro. Esta mujer descubre nuevos matices, más hondos, en su escucha a su marido y en su palabra de llanto y silencio, se encuentra con su Dios a quien presenta su dolor en suplicación esperanzada. Orar implica entrar en nuestro interior, hacer silencio, disponernos al encuentro, comunicarnos. Ana desea la vida y la pide a Dios; la pide con una amplitud que sobrepasa lo esperado. Ella quiere un hijo, una descendencia, no para ella ni para rivalizar con Peniná, sino para entregarlo a Dios. Samuel “pedido a Dios”, don de Dios, de nuevo es dado a Dios. La maternidad biológica es una experiencia de fecundidad venida de Dios. Ana “agraciada” será una estéril que da a luz a profusión, como lo reconoce en su cántico (1 Sam 2, 5), una mujer cuya esterilidad se hace fecunda con amplitud: Ana dio a luz tres hijos y dos hijas y el niño Samuel seguía creciendo ante el Señor (1 Sam 2, 20-21). 

Al salir del santuario Ana es otra: Se fue la mujer por su camino, comió y no pareció ya la misma. El desahogo ante Dios, la seguridad en El, transforma la vida. Yo me alegro en Ti de corazón…, estoy alegre, proclama en su cántico (1 Sam 2,1). Ahora Ana es distinta, camina erguida, levanta los ojos, marcha hacia su casa. 
Ana se pone de pie para aclamar a Dios: Mi corazón se regocija por el Señor, mi frente se levanta gracias al Señor (1 Sam 2,1). La súplica conduce a la alabanza. Alabanza y bendición al Señor porque es grande, porque su amor es eterno, porque escucha los gritos de los pobres, porque humilla y enaltece, porque es roca, baluarte, fortaleza. Porque perdona, consuela, anima, envía… 

Esta mujer anuncia tiempos nuevos. Subraya en su cántico luminoso (1 Sam 2,1-10) hasta qué punto Dios está en el origen de toda vida. La fecundidad de Ana se continúa de otras maneras. Lo que Ana encarna en su tiempo se desarrolla ampliamente. En el último versículo del cántico anuncia al ungido, al Mesías del Señor (1 Sam 2,10). Su cántico habrá de resonar en el cántico de María, el Magníficat, cuando visitó a su pariente Isabel. 

Que acogiendo el don de Dios al orar con su Palabra se realice lo que el profeta Jeremías experimentó: Tu Palabra me ha hecho profundamente feliz (Jr 15,16).

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